Me pidieron una firma para la organización: “change.org”.
Como siempre, cito de memoria: se trataba de unos padres que querían la
reprobación de un maestro –o profesor, o de la escuela entera- que ahora ya, en
los últimos años de primaria, o primeros de secundaria, se portaba mal, no
atendía como correspondía, a su hijo con síndrome de Down… No firmé, claro:
situación parecida sufren mis compañeros; yo no, afortunadamente. Me explico,
he tenido durante este el curso hasta tres alumnos “de integración”. En el
aula, sólo a dos simultáneamente: uno de ellos, con catorce y quince años y una
edad mental de tres. Durante dos años. Y le hacía caso. Creo que, aunque no soy
mujer, me tomó algo de afecto (porque con las profesoras se llevaba de más de
bien, y hasta alguna compañera de su edad se quejó, creo yo que sin demasiado
motivo, de alguna muestra de cariño extemporáneo). A lo largo de los cursos,
sin embargo, se acabó enfadando conmigo porque le hacía pintar sus monigotes
(se cansaba: yo sabía que no podía aprender ni las letras, ni los números; pero
ni siquiera quería seguir el trazo del hilo que sujetaba el globo, o pintarlo de
colores, a trazos -tampoco podía exigírsele que lo rellenara de un mismo color
uniforme-). Cuando cumplió los dieciséis, la orientadora convenció a su madre
para que lo llevará a un centro especial. Era un muchacho algo desmedrado para
su edad, que creo que sufrió una anoxia al nacer; pero completamente autónomo
en cuanto a necesidades fisiológicas básicas.
El segundo llegó este curso. Es un muchacho alto y
desgarbado con un retraso mental moderado. Un nivel curricular de tercero de
primaria: o sea, catorce años y edad mental de ocho. No controla muy bien la
cuadrícula; pero se le puede exigir que siga el libro y el cuaderno de
“Conocimiento del Medio”, que le ha puesto también la orientadora. Se llevaba
bien con el anterior los meses que coincidieron, a pesar del considerable
desfase entre ambos. Ahora le veo más solo, y es el que me da más lástima: es
el más consciente de sus dificultades, y yo cada día, y a pesar de que trato de
no evitarlo, me ocupo en el aula menos de él.
El tercero se incorporó casi con un trimestre de retraso,
por no sé qué problema de atención médica, casi al tiempo que el primero nos
dejó. Afortunadamente, repito. Tiene quince años, edad de cinco o seis, o a
saber: porque la parálisis cerebral le tiene prácticamente postrado en una
silla –aunque ahora no le traen la ortopédica, y le hacen caminar algo-, porque
apenas habla, y no puede mover bien los brazos, ni las manos, por lo que tiene
también una especie de ordenador adaptado para poder hacer como que escribe…
Puede sufrir ataques epilépticos; aunque sus padres aseguran que eso no va a
ocurrir. Casualmente en todas mis clases está en “apoyo” –diecisiete horas a la
semana, más o menos-, por lo que sólo un día, en que faltaba el compañero, su
cuidadora me lo metió y me lo sacó de clase. Un sentimiento de humanidad
universal me impidió, de nuevo afortunadamente, olvidarme completamente de él:
fui consciente de que estaba allí, y de que hasta se entretuvo un rato, o le
provocó curiosidad la clase de animalitos. Pero no pasó de ser un figurante que acompaña a los protagonistas de la acción: no
me dirigí a él en ningún momento, no me preocupé de procurarle solaz o conocimiento.
No puedo entender que ese fuera mi cometido: hubiera sido un insulto para todos
los demás. También, como su otro compañero, se aburrió pronto. Ese es otro
problema: según sus profesores, se cansa con harto frecuencia, y se niega a
trabajar, y dice que le dejen mirar al patio; y además no es muy valiente, y se
acobarda y se asusta, y no quiere que le dejen solo de pie.
Los niños se portan con él como pueden. No son crueles y le
aceptan. Sentirán, seguramente, la misma humanidad que sentí yo. Pero, como yo,
mayormente lo ignoran…, qué van a hacer: no pueden jugar con él, ni hablar con
él…, ¿cómo van a estar con él? Pero sus padres se han empeñado, han removido
todas las instituciones públicas –parece que tienen mucha experiencia en ello-,
y han forzado, a pesar de todos los esfuerzos de la siempre mentada
orientadora, a que lo “escolarizaran” en el centro.
Esta es mi versión de los hechos. ¿Mi opinión? ¿No queda
clara?: esta integración es tan hipócrita como esa tolerancia que se estila:
toleramos a los diferentes en cuanto se integren, pues si no se integran, son
ellos los que se marginan (son culpables, no quieren). Porque no hay nadie que
no pueda ser “como nosotros”: es todo cuestión de voluntad. Porque ese nosotros
no existe, existen “las personas” (como nosotros, obviamente). Y es en el
diálogo (entre iguales) donde alcanzamos la (nuestra) perfección personal.
Porque si la opinión no es unánime, como no suele desgraciadamente ser, es
porque existen bajos egoísmos y oscuros intereses de gente que es objetivamente
no como nosotros … (las personas…).
Un cierto pudor me impide explicarme (será por los mismos
motivos que acabo de parodiar, tal vez); pero debo hacerlo: aceptar a los demás,
es aceptarlos en su diferencia. Y entender y atender a los demás es entender
sus necesidades y atenderlos en sus diferencias. Y debían ser sus más allegados
los que mejor deberían comprenderlo, y esa sería su mayor demostración de amor.
Porque este otro comportamiento, de negar la “evidencia” de sus necesidades
personales, de actuar como si fuesen “personas como las otras”, como ese “nosotros”
absurdo y egocéntrico, solo evidencia un egoísta amor propio.
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